El Frente Olvidado, primer capítulo de prueba

Capítulo 1

El frío de Petrogrado en 1917 no era el de un invierno cualquiera. Era un frío político, un hálito gélido que se colaba por las grietas de un imperio moribundo. Para Ivan Volkov, cuyo oficio consistía en reparar esas grietas con hilos de magia y sombra, cada escalofrío era un recordatorio de su fracaso. El mundo muggle se desangraba, y su propio mundo, el de la magia, observaba con una mezcla de desdén y pánico, decidido a no mancharse las manos.

Su guarida era una buhardilla sobre un café que siempre olía a col hervida y a humedad. No era un sitio, era un estado de ánimo: cuatro paredes encaladas, una ventana sucia que daba a un patio de vecinos y el runrún constante de la ciudad al borde del colapso. Aquí, entre mapas muggle marcados con runas invisibles y pilas de Pravda que ocultaban grimorios prohibidos, Ivan dirigía la operación más delicada de la historia mágica rusa: asegurar una revolución sin que esta se diera cuenta.

—Ivan.

La voz de Anya era un bálsamo. Él apartó la vista de la ventana. Ella estaba de pie junto a la mesa central, mezclando algo en un cuenco de madera. No era una poción, al menos no una de las complejas que había aprendido en el Instituto de Magia de Moscú. Era una pasta de centeno y un polvo nutritivo que multiplicaba su volumen y valor alimenticio. "Logística revolucionaria", lo llamaba ella. Su magia no era para gestas épicas, sino para mantener viva la llama.

—Hubo otro incidente —dijo él, frotándose los ojos. El cansancio era un peso que llevaba años cargando—. En la fábrica Putilov. Lev Mikhailov no pudo contenerse. Un caballo de tiro, medio loco de hambre y miedo, iba a patear a un niño. Lev lo calmó con un susurro y una mirada.

Anya no levantó la vista de su cuenco.—¿Y?
—Y ahora el padre del niño, un metalúrgico grande como un trol, sigue a Lev por todas partes llamándolo "el santo de los animales". Lo mira con una fe que me eriza el vello. Esa fe, Anya, es más peligrosa que una maldición imperdonable. Atrae miradas. Y las miradas, en estos días, se convierten en denuncias.

—¿Prefieres que hubiera dejado que el niño muriera? —preguntó ella, por fin alzando la vista. Sus ojos, del color de la tormenta, no mostraban enfado, sino una lástima profunda—. Esa es la elección, Ivan. Todos los días. ¿Dejamos que el mundo se despedace para proteger nuestro secreto, o usamos lo que somos para evitar un poco del dolor, aunque eso nos ponga en riesgo?

—No es una elección, es una trampa —espetó Ivan, recorriendo la pequeña habitación—. Los magos del Zar, escondidos en sus palacios, creen que la elección correcta es dejar que la tormenta pase y barrer los restos. Los locos de la Comuna del Bosque creen que debemos bajar de las montañas y mostrar nuestro poder, liderar a las masas como dioses de la nueva era. Y nosotros... nosotros estamos aquí, en el barro, intentando que este tren descarrilado llamado Historia llegue a una estación que no destruya todo lo que conocemos.

Sabía que sonaba cínico. Pero tres años de guerra mágica clandestina, de borrar memorias, de desactivar artefactos mágicos zaristas que podían volatilizar una manzana de casas, te volvían cínico. Había visto a buenos magos, idealistas como Anya, acabar con la mente lavada por los aurores del Zar o "desaparecidos" por facciones rivales dentro del propio movimiento revolucionario muggle.

—No somos dioses, Anya. Somos fontaneros. Fontaneros de una tubería que está a punto de estallar.

Un débil aleteo, casi un susurro, golpeó el cristal de la ventana. Un búho siberiano, pequeño y gris como la niebla, aguardaba con una carta atada a la pata. No llevaba el sello del Águila Bicéfala del Ministerio Zarista de Magia. Aquel pergamino era áspero, sin pulir, el tipo de material que un muggle podría usar. Estaba cerrado con un lacre rojo, el color de su bando. Del verdadero bando.

El corazón de Ivan, endurecido por años de clandestinidad, dio un vuelco. La correspondencia directa era un riesgo mayúsculo. Solo se usaba en caso de emergencia.

Con un gesto rápido, abrió la ventana. El búho entró, se posó en el respaldo de una silla y cerró los ojos, agotado. Ivan desató el mensaje. No había nombres, solo una serie de coordenadas mágicas y horarios de reunión muggle, entrelazadas con un código que ellos mismos habían desarrollado: citas de Marx mezcladas con términos de alquimia.

Sus ojos escanearon las líneas. No hubo un destello de emoción, solo una fría y pesada certeza que se instaló en su estómago. Otro nudo en la soga.

—Es de Smolny —anunció, su voz apenas un susurro. Acercó el pergamino a la llama de la vela de sebo que iluminaba la mesa y lo observó arder, reduciéndose a cenizas que olían a preocupación—. Tenemos un problema. En el corazón de la bestia.

Anya se quedó quieta, el cuenco de madera entre sus manos. "Un problema en Smolny" no significaba un discurso de Trotsky demasiado incendiario. Significaba su mundo infiltrándose en el de ellos.

—¿De qué clase? —preguntó, conteniendo el aliento.

—Magia —la palabra cayó entre ellos como una losa—. Magia torpe, barata. Un encantamiento de confundus para ganar una discusión política en un pasillo. Un hechizo reparador menor en una imprenta que se atascaba. Estupideces de aprendiz. Pero suficientes para dejar un rastro brillante para cualquiera que supiera buscar. Si nuestros vigías lo han detectado...

—...los aurores zaristas también —completó Anya, palideciendo—. O los neutrales de la Confederación Internacional.

Ivan asintió con gesto sombrío.—No saben quién es —continuó—. Por eso la llamada de auxilio. Creen que es un infiltrando. Un agente zarista intentando provocar un desliz que justifique una purga mágica masiva. O un saboteador de la Confederación, decidido a estrangular nuestra revolución en la cuna para mantener su preciado Statu Quo.

Cogió su varita. No era una elegante pieza de ébano con núcleo de corazón de dragón, sino un trozo de abedul siberiano, nudoso y resistente, con un núcleo de pelo de yeti. La sacó de un dobladillo interno de su raída capa muggle. El gesto era tan natural y mortal como el de un pistolero desenfundando.

—Ven —dijo, y su voz era ahora plana, profesional, la del hombre que ellos llamaban "El Fantasma"—. La revolución de ellos se cuece a fuego lento en las calles. Pero la nuestra... la nuestra acaba de desarrollar un cáncer. Y si no lo cortamos ahora, nos matará a todos desde dentro.

Anya asintió, sin una palabra. Dejó el cuenco sobre la mesa, se envolvió en un chal muggle y cogió su propia varita, escondida en el canuto de su pelo recogido. No hubo más discusiones filosóficas. Solo el trabajo.

Ivan abrió la puerta de la buhardilla. El eco lejano de una manifestación y el olor a revolución entraron en la habitación.

—¿A dónde vamos? —preguntó Anya, siguiéndole escaleras abajo.

—Al Instituto Smolny —respondió Ivan, fundiéndose con las sombras del descansillo—. Vamos a cazar a un fantasma.

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