El frente Olvidado, segundo capítulo: El peso de las cadenas invisibles
Capítulo 2
El eco de sus propios pasos en las escaleras de la buhardilla sonaba a sentencia. Cada peldaño que bajaban alejaba a Ivan y Anya del frágil refugio de su guerra privada para arrojarlos a las fauces de la pública. Al cruzar la puerta a la calle, la ciudad los engulfió con su aliento agrio a nieve sucia y promesas rotas. No eran ya dos magos en una misión; eran dos sombras más en el gran teatro de la revolución, donde cada actor, con o sin varita, desempeñaba su papel bajo la misma y despiadada consigna: sobrevivir.
Caminaron en silencio, no por táctica, sino por el peso de lo no dicho. La pregunta de Anya flotaba entre ellos, tan tangible como el viento helado: ¿Y si es una trampa? Ivan no necesitaba responder. En su mundo, todo lo era. La lealtad era una trampa, la ideología otra, y la propia magia, la más sutil y mortífera de todas. Su trabajo no era esquivarlas, sino elegir en cuál caer.
—Si es del Zar —murmuró al fin, esquivando el cadáver helado de un caballo en una cuneta—, esperarán una muestra de fuerza. Algo que justifique ante la Confederación Internacional etiquetarnos de "magos oscuros" y barrernos con el mismo celo con el que limpian a los muggles de las calles.
—Y si es de la Confederación —continuó Anya, comprendiendo al instante el juego—, solo observarán. Tomarán notas. Esperarán a que nos autodestruyamos para no mancharse las manos.
—Exacto. Nuestra única jugada es la que no espera ninguno de los dos: la discreción.
El Instituto Smolny se alzaba ante ellos, un colmenar de piedra zumbando con la energía cruda de la historia en movimiento. No había glamour, ni épica. Solo el sudor y el hierro de la maquinaria del cambio. Se colaron por una puerta lateral que un encantamiento de confundus, tan sutil que era casi una sugerencia en el aire, mantenía desatendida. Era el tipo de magia que Ivan prefería: barata, eficaz y que olía a nada.
Dentro, el caos era una fuerza física. El aire, espeso por el humo y el aliento de cientos de cuerpos exhaustos y exaltados, vibraba con una energía puramente muggle que a Ivan le resultaba, por momentos, más poderosa y aterradora que cualquier hechizo. Extendió sus sentidos, afinados por años de persecución, más allá del ruido. Y allí estaba: un rastro mágico errático, asustadizo, salpicado de arrogancia y pánico. No era la firma pulida de un auror, sino la de un amateur. Un niño jugando con fuego en un polvorín.
El rastro los llevó hasta la sala de imprentas, un infierno de claquetear metálico y papel. Y allí, en un rincón, un joven con las manos manchadas de tinta maldecía contra una máquina atascada.
—No es él —susurró Anya, leyendo la ausencia de magia en el operario con la misma claridad con la que Ivan sentía su presencia residual en los engranajes.
—No. Pero alguien intentó arreglar esto. Con la delicadeza de un troll.
Extendió los dedos, sin sacar la varita. El residuo del Reparo mal ejecutado era áspero, como una cicatriz en el aire. Y debajo, ese regusto amargo y familiar a magia de sangre pura, a educación esmerada y a un desprecio innato por las reglas que consideraba inferiores.
Siguiendo ese hilo de arrogancia y miedo, llegaron a una antigua oficina de administración. La puerta, entreabierta, dejaba escapar un forcejeo verbal.
—…sus excusas huelen a sabotaje, Petrov! —rugía una voz áspera, cargada de la autoridad simple de quien tiene un arma y la voluntad de usarla.
—¡Son circunstancias beyond… más allá de nuestro control! —replicó una voz más joven, temblorosa, que intentaba imponerse con una dignidad que se le quebraba en cada sílaba—. ¡Se solucionará!
Ivan y Anya se miraron. La palabra en inglés, "beyond", fue la confirmación. Un tic de los magos de sangre pura, educados con institutrices británicas. No era un agente. Era un niño rico. Un idealista de salón que había leído a Marx entre sedas y había creído que la Revolución era un debate intelectual, no una guerra por un trozo de pan.
Ivan empujó la puerta.
Dentro, un comisario muggle con el rostro cincelado por el cansancio y la desconfianza se enfrentaba a un joven pálido, de manos demasiado limpias y un traje que, aunque polvoriento, delataba un origen ajeno al barro de la lucha. Alexei Petrov. Un nombre de una lista de familias colaboracionistas que Ivan llevaba años memorizando.
El comisario se volvió, irritado.
—¿Qué pasa?
Ivan lo ignoró. Sus ojos, del color del acero y el agotamiento, se clavaron en Alexei como dos proyectiles.
—Camarada Petrov —dijo, y su voz no tenía calor, solo el filo de la urgencia—. Informe. Ahora. Afuera.
Era una orden, no una invitación. La autoridad en su tono era tan absoluta que el propio comisario muggle, confundido, dio un paso atrás. Alexei, pálido como la cera de una vela, los siguió al pasillo.
En cuanto la puerta se cerró, Ivan lo empujó contra la pared, no con ira, sino con la fría eficiencia de un cirujano sujetando un miembro gangrenado.
—¿Eres imbécil? —le escupió al oído, con una calma aterradora—. ¿Un encantamiento de confundus en un comisario? ¿Un reparo en una máquina muggle? ¿Crees que esto es un juego de salón?
—¡Solo quería ayudar! —balbuceó Alexei, con lágrimas de frustración y miedo en los ojos—. ¡Esta es la causa del pueblo! ¡Yo creo en ella!
—Tú no eres del pueblo —lo cortó Ivan, y sus palabras cortaban más que cualquier grito—. Eres un riesgo. Una bomba. Tu ayuda nos va a matar a todos.
—¿Qué… qué vais a hacer?
Ivan lo miró. No sentía ira, solo una profunda y cansada repulsión. No podía matarlo. Pero tampoco podía permitir que se quedara.
—Te vas —dictó, su voz el sonido final de un veredicto—. Anya te sacará de la ciudad. De ahí, te aparatas a donde te dé la gana. Pero si vuelves a acercarte a ningún comité bolchevique, no seré yo quien te encuentre. Serán los aurores del Zar. Y no serán tan amables.
Mientras Anya se llevaba al joven mago, ahora quebrado y sollozante, Ivan se quedó en el pasillo. Respiró el aire cargado de polvo y revolución. El cáncer estaba extirpado. Por ahora.
Pero cuando alzó la vista, vio al comisario muggle observándolo desde la puerta de la oficina. No con ira, sino con una curiosidad intensa y calculadora. La mentira había funcionado, pero había plantado una semilla. Y en el suelo fértil de la paranoia revolucionaria, cualquier semilla podía crecer en una pesadilla.
El fantasma había sido cazado. Pero otra sombra, más real y más peligrosa, empezaba a alargarse sobre ellos.
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