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A veces pienso que, si la humanidad sobreviviera lo suficiente, acabaríamos hablando todos la misma lengua. No una de esas tonterías tipo inglés universal o esperanto académico, sino algo que saliera del desgaste, de la fusión, del roce entre siglos de internet, globalización y cansancio colectivo. Una lengua que no nacería en una universidad ni en un congreso, sino en los comentarios de un vídeo, en los mensajes rápidos de alguien que ya no distingue si escribe en su idioma o en el del otro. Una lengua de parches, mezclas y errores que con el tiempo se volverían norma. Una lengua fea y bella a la vez, como todo lo que sobrevive a la catástrofe.

Supongo que de eso quiero hablar hoy, aunque no sé muy bien por qué. Quizás porque llevo días sintiendo que el lenguaje ya no nos pertenece. Que se nos fue de las manos. Que cada palabra que decimos ya viene contaminada, preempaquetada, servida con un logo invisible detrás. Hablamos en los códigos de otros, incluso cuando creemos estar siendo originales. Todo es traducción, imitación, eco. Como si la lengua humana, esa cosa que nos hizo distintos, hubiera terminado domesticada. Y no sé, me da miedo pensar en qué clase de idioma saldrá de ahí.

Imagino ese idioma nuevo como una especie de criatura mutante. Un idioma sin raíces, sin patria, sin reglas claras. Algo que cambia con cada actualización del sistema, que se escribe distinto cada año, que mezcla la estructura del español con el ritmo del inglés y las partículas sueltas del chino, del árabe, del ruso, del código binario. Un idioma donde las palabras ya no se pronuncian, sino que se cargan. Donde los signos de puntuación ya no sirven para ordenar el pensamiento, sino para medir la velocidad con la que lo soltamos. No hablaríamos, teclearíamos. Y quizás ni eso: tal vez solo emitiríamos ruido reconocible.

La idea me obsesiona. Porque no puedo evitar pensar que, detrás de toda esta mezcla de lenguas y dialectos digitales, hay una especie de nostalgia colectiva por algo que nunca existió: un lenguaje realmente común. No el idioma del imperio ni el de la diplomacia, sino uno que no se impusiera por la fuerza, sino por la necesidad. Un idioma que naciera del agotamiento. De la soledad. De la urgencia por entendernos en un mundo donde ya nadie escucha.
Y eso me resulta tan triste como hermoso. Porque, de algún modo, significa que todavía hay algo en nosotros que quiere comunicarse, aunque sea desde la ruina.

Lo curioso es que, si ese idioma existiera, no creo que sonara a nada. No tendría melodía. Sería plano, neutral, sin acento. Un idioma sin identidad, pero con millones de voces dentro. Quizás hablarlo sería como usar un disfraz. No sabrías quién eres exactamente, pero todos podrían entenderte. Algo así como perderte en una multitud y, al mismo tiempo, sentirte en casa. Y sí, puede sonar utópico, pero también tiene algo monstruoso. Porque si todos hablamos igual, ¿quién se atrevería a pensar distinto?

A veces me imagino escribiendo un manual sobre cómo usar ese idioma, pero no como una guía seria ni un diccionario, sino como un juego, una especie de experimento. Una gramática de la decadencia. Un intento por darle forma a lo inevitable. Sería un idioma construido sobre los restos de todos los demás, como una torre hecha con las ruinas de Babel. Lo usaríamos porque ya no nos quedaría otra cosa, porque las viejas lenguas se habrían vuelto imprácticas, lentas, inútiles para decir lo que sentimos en esta era de velocidad y ruido.

Y es que el lenguaje, al final, siempre es un reflejo del sistema que lo sostiene. En un mundo que premia la inmediatez, el idioma también se vuelve instantáneo. Los significados ya no duran. Una palabra que hoy emociona, mañana es un meme. Un símbolo que antes unía, ahora divide. Todo se vacía más rápido de lo que podemos llenarlo. Y cuando ya nada significa nada, lo único que queda es el tono. La forma de decir las cosas. Esa es la base del nuevo idioma: el tono. No importa lo que digas, sino cómo suena cuando lo dices.

Quizás por eso, en ese futuro que imagino, las palabras ya no significarán exactamente lo mismo para todos. Habrán dejado de ser herramientas de comunicación para volverse gestos de supervivencia. Usaríamos palabras como quien lanza señales de humo: no para explicar algo, sino para comprobar que aún hay alguien ahí, escuchando. Sería un idioma profundamente humano en su falta de sentido. Una lengua nacida de la desesperación.

A veces pienso que ese idioma ya está aquí, que lo estamos hablando sin darnos cuenta. Lo escucho en TikTok, en los comentarios de Twitch, en los mensajes cruzados entre idiomas, emojis y referencias que nadie fuera de internet podría entender. Es un idioma que no pertenece a ningún país ni a ninguna generación. Un idioma de nadie y de todos.
Y me gusta.
Porque tiene algo puro, algo que no puedes comprar ni traducir. Es el lenguaje de la confusión colectiva, del cansancio, del meme, del ruido digital. Es lo más cercano que tenemos a una conciencia global, aunque esté hecha de fragmentos y errores.

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