Grindhouse: El arte de lo grotesco y la poesía del exceso

Esta tarde me he visto las dos películas de Grindhouse. No las había visto previamente (o mejor dicho, no con los ojos que da la edad adulta). Para cualquiera que me conozca, es bien sabido que siento (o sentía, antes de que se volviera un sionista hijo de perra) una gran admiración por Quentin Tarantino y su filmografía. Y Grindhouse, como era de esperarse, no me ha decepcionado.

En estas dos cintas, Robert Rodríguez y el buen Quentin nos regalan un festival de sangre, explosiones y humor negro. Consiguen algo que parece imposible: transformar lo vulgar en sublime. Es un homenaje descarado al cine de explotación de los setenta, pero con un giro moderno que no renuncia a su encanto retro. Es como si alguien cogiera la basura más pegajosa de un autocine olvidado y la convirtiera en arte, en pura poesía visual.

Empecemos con Planet Terror. Aquí tenemos una oda a la estética retro que, paradójicamente, se siente moderna. Es un filme que juega con los clichés del pasado mientras nos transporta a un futuro postapocalíptico en su génesis. La trama es sencilla: una supercorporación (porque claro, si el capitalismo no es el villano perfecto, ¿qué es?) pierde el control de un virus mortal, desatando una plaga de zombis. Lo de siempre, pero aquí lo de siempre mola mucho más.

Lo que realmente brilla en esta película son los personajes. Ahí está "el Wray", un misterioso badass del que no sabemos nada pero que es pura épica; Cherry Darling, la heroína definitiva con una ametralladora por pierna (sí, tal cual), y la doctora Dakota Block, interpretada de manera brutal por Marley Shelton. Mujeres fuertes, empoderadas y listas para patear culos, porque sí, este universo gira en torno a ellas. Todo es exagerado, grotesco, pero a la vez divertidísimo. Rodríguez hace lo suyo y lo hace bien: puro caos organizado que te deja con ganas de más.

Luego tenemos Death Proof, una película que empieza como una road movie con toques de western y que, cronológicamente, ocurre antes de Planet Terror (cuando el mundo todavía está más o menos entero). La historia es sencilla: un especialista de cine pirado, con un coche que parece indestructible, se dedica a matar actrices jóvenes.

Aquí tengo que ser honesto: la primera mitad me aburrió un poco. Tarantino siendo Tarantino, metiendo diálogos interminables que, aunque bien escritos, no siempre te atrapan. Pero la segunda mitad... ¡me cago en todo, qué buena es la segunda mitad! De repente, la película da un giro brutal y se convierte en una revenge movie con chicas loquísimas que toman las riendas de la historia. El clímax es puro éxtasis cinematográfico, con persecuciones que te hacen agarrarte al asiento y un villano que pasa de ser un psicópata aterrador a un pobre imbécil que no sabe dónde se ha metido. Ah, y sí, como siempre, tenemos planos de pies para dar y regalar. Tarantino siendo Tarantino, otra vez.


En definitiva, me han encantado las dos películas, aunque si tengo que elegir, me quedo un poquito más con la de Rodríguez. Pero ambas están a la par en cuanto a estilo y diversión. Este es mi primer artículo sobre cine, un respiro en este espacio que he dedicado más a la filosofía, pero, al final, escribir es mi vía de escape, y me encanta hablar de lo que me mueve. Espero que encontréis algo de sentido en este caos organizado.

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