The menu y el fetichismo de la mercancía

Acabo de ver la película de 2022, The Menu, y tengo que decir que ha sido toda una sorpresa. Ya sabéis cómo funciona esto: estás un martes cualquiera, con el café a medio beber, en modo zombie antes de ir al curro, y te pones a perder el tiempo en YouTube. Que si un vídeo de un pavo explicando cosas que nunca usarás en tu vida, que si un tutorial sobre cómo organizar la casa (spoiler: nunca lo harás), hasta que, ¡bam!, me topo con un nuevo vídeo de la Filmoteca Maldita. Bendito algoritmo, pienso. Así que le doy play y me engancho. Claro, lo que pasa siempre: el vídeo empieza a desglosar The Menu, una peli que tenía en mi interminable watchlist (esa lista que más que lista es un cementerio de buenas intenciones). Entonces me digo: “Bueno mañana tengo el día libre, ¿por qué no?”. Pues lo hice, y joder, qué maravilla.

La peli arranca con Margot (Anya Taylor-Joy) esperando a quien parece su novio, pero que luego descubrimos que no es más que un colgado. Ahí entra Tyler (Nicholas Hoult), que ya desde el minuto uno dan ganas de darle un collejón. A lo largo de la película, mi odio hacia este personaje creció como una bola de nieve cuesta abajo, y os aseguro que al final de la película ya estaba en plan “¡A este lo saca alguien, por favor!”. Pero bueno, vamos paso a paso.

El resto del elenco es un desfile de caricaturas que representan todo lo que está mal en este mundo de locura capitalista: los "cryptobros" con pinta de que se hacen una paja mirando gráficas de Bitcoin, los críticos gastronómicos con aires de filósofos, los ricachones que ya no saben qué más hacer con sus millones. Todo este grupito de privilegiados, listos para despilfarrar 1250 pavos por una cena (y ojo al dato: esa es, casualmente, la cifra del salario mínimo en Estados Unidos. Nada es casualidad aquí, gente).

La película, que podríamos describir como una especie de sátira mezclada con thriller, se sumerge de lleno en el ya conocido género Eat the Rich. Aquí no se andan con sutilezas, y se agradece. Cada detalle, cada personaje, está diseñado para que te den ganas de mandar a esta gente a plantar patatas en una huerta. Y lo hacen con estilo, no os voy a engañar.

La acción empieza de verdad cuando los protagonistas cogen el barco hacia esa isla remota donde está el restaurante más exclusivo que se puedan imaginar. Y es aquí donde la magia empieza. De entre las primeras escenas, quiero destacar la conversación entre Margot y Tyler, porque, de verdad, qué personaje tan insufrible es este tío. No solo es un pesado, es el perfecto ejemplo del fetichismo de la mercancía llevado al extremo. Es el típico sabelotodo que no sabe absolutamente nada pero que te lo vende como si tuviera un doctorado en cada tema. Es el colega que va a una cata de vinos y dice: “Oh, percibo un leve toque de musgo con recuerdos de corteza de roble” mientras tú piensas: “Hermano, es vino de tetrabrik, ¿de qué hablas?”. Lo peor de todo es que él se cree su propia mierda.

Ya desde aquí, la película te deja claro de qué va esto: una exploración despiadada del elitismo y la desconexión de los ricos con el resto del mundo. Tyler es solo el aperitivo (y nunca mejor dicho), porque lo mejor viene después, cuando conocemos al resto de los personajes. Pero antes de eso, hablemos del restaurante.

Cuando llegan a la isla, lo primero que impresiona es la estética. Todo es frío, minimalista, clínico. Aquí no hay nada de calidez, y eso te lo hacen sentir desde el principio. Cada detalle está milimétricamente calculado, desde el diseño del lugar hasta la manera en que los empleados se mueven. Esto no es un restaurante, es un escenario, y nosotros, como espectadores, somos los invitados a esta obra de teatro macabra. Todo está diseñado para hacerte sentir incómodo, y funciona de maravilla.

La dinámica entre los comensales empieza a tomar forma poco a poco. Es un desfile de personalidades odiosas: los cryptobros, que solo están ahí porque alguien les dijo que este era “el sitio más cool del momento”; la crítica gastronómica, que se cree una especie de sumo sacerdote del buen gusto; el actor venido a menos, que está ahí para intentar recuperar algo de su ego destrozado. Cada uno de ellos tiene un motivo para estar ahí, y todos, sin excepción, son patéticos.

Y luego está el chef, el gran Ralph Fiennes, que interpreta a Julian Slowik, un personaje que consigue ser magnético y aterrador a partes iguales. Este hombre no cocina, este hombre predica. Cada plato que presenta es una declaración de intenciones, y la manera en que lo hace es casi religiosa. Pero ojo, porque aquí no estamos hablando de comida, estamos hablando de un espectáculo, de un ritual.

Y es precisamente este ritual lo que empieza a desvelar las verdaderas intenciones de la película. Cada plato no es solo comida, es una crítica. Una sátira afilada contra la obsesión por el lujo, el consumismo desmedido y la desconexión de los ricos con la realidad. Hay un momento brillante en el que el chef presenta un plato llamado “el pan sin pan”. Literalmente, te sirven los acompañamientos del pan, pero no el pan. Es una burla tan descarada que incluso a los personajes les cuesta tragársela (y nunca mejor dicho).

La película no solo te hace reflexionar, sino que también te atrapa con su atmósfera opresiva. Cada minuto que pasa, la tensión aumenta. Sabes que algo va a ir mal, pero no sabes exactamente cómo ni cuándo. Es como una olla a presión que está a punto de explotar.

Y cuando explota, madre mía, qué espectáculo. Pero no quiero destriparos demasiado, porque esta es una de esas películas que merece la pena disfrutar sin demasiados spoilers. Lo que sí os diré es que el final es una obra maestra en sí mismo. Os dejo que veáis la película.

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